Ese es el riesgo de cada día de los chicos wichi de las comunidades de Salta
La muerte está solo a un paso. Con suerte comen más de una vez al día. Se despiertan y se duermen con la boca pastosa pidiendo agua a gritos. Están tan metidos en el monte que las ambulancias no llegan. Casi no saben hablar castellano, algunos son indocumentados y no existen para el Estado. Sus papás le tienen tanto miedo a los blancos que prefieren no ir a los centros de salud.
Así viven – o sobreviven – los chicos de las comunidades originarias más pobres del norte salteño. Con cuadros de desnutrición y deshidratación que los mantienen siempre al límite del desastre. A fines de abril, dos niños de la comunidad wichi murieron en menos de 72 horas, en la zona de Santa Victoria Este, por causas evitables. La tragedia se hizo carne de nuevo.
Con Hambre de Futuro recorrimos los rincones más vulnerables de la provincia para reflejar cómo la pandemia impactó en el día a día de estos chicos y en sus oportunidades de futuro. Y nos encontramos con que el hambre, la sed y la falta de atención médica, son amenazas cotidianas para estas infancias. En especial, para los chicos menores de 5 años.
Según la Encuesta de la Deuda Social Argentina del Programa del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA los números más preocupantes del NOA son una pobreza infantil del 62%, una indigencia del 16,1%, una inseguridad alimentaria severa del 15% y un déficit de cobertura de salud del 55%.
En la zona de Santa Victoria Este, existen alrededor de 170 comunidades desparramadas por el territorio. Algunas familias están perdidas dentro del monte. En su mayoría son wichi, pero también existen los chorotes, los tobas y los nivaclé. En total son cerca de 17.000 personas, en su gran mayoría originarios, pero también hay algunos pocos criollos.
Silvina Castellano podría haber sido una víctima más. 8 de abril. Tiene 5 años y medio y pesa solo 11,6 kilos. O sea, el peso de un chico de un año. Está tan débil que ni siquiera se puede mantener en pie. Perdió el pelo de la parte de atrás de la cabeza por estar todo el día acostada. Vive en el paraje El Arrozal, a 45 kilómetros de Santa Victoria Este, con una familia que tiene más integrantes que platos de comida. En total son 24 personas. Acompañamos al equipo de la ONG Pata Pila a hacerle un control y su tía tiene que cargarla en brazos para subirse juntas en la balanza y así poder determinar su peso.
“Cuando la abuela materna se acerca, la nena estaba con riesgo de bajo peso pero caminaba. El último mes no pudimos llegar a verla y se vino a pique. Si le da diarrea o vómitos se puede deshidratar y va a ser cuestión de horas en que pueda morir porque no hay un centro de salud cerca”, explica Florencia Ruiz, responsable de Pata Pila en la zona.
Veronica Figueroa Paez, Ministra de Desarrollo Social de Salta, afirma que nunca dejaron de ir a los territorios originarios durante la pandemia. Lo que sí reconoce es que tienen un problema de infraestructura vial muy grande. “Si no tenés caminos, las personas están aisladas. Y en muy pocos casos las rutas son asfaltadas. Nos quedan muchísimos kilómetros por mejorar. A mí me pasó muchas veces de no poder llegar”, dice.
El calor es agobiante. Cuesta respirar. Ese mediodía los Castellano almorzaron sopa. “Acá somos los más olvidados. Tengo muchos nietos desnutridos porque no nos dan mucha atención”, se queda Egidio Castellano, abuelo de Silvina y también cacique de la comunidad.
“Quizás no pase la noche”, dice Ruiz angustiada cuando vuelven de la atención diaria. Recién a la mañana siguiente, el abuelo finalmente acepta que trasladen a Silvina al hospital de Santa Victoria Este. Ahí le hacen un diagnóstico crítico: muy bajo peso y talla, deshidratación, distensión abdominal y bronquitis aguda. Intervienen rápido para sacarle líquido de los pulmones y la derivan al hospital de Tartagal porque ahí no pueden darle la atención que necesita.
Infancias tristes
No hay música, ni radio ni ningún otro sonido. Solo el de los animales y el silbido del viento. Los niños casi nunca salen de su comunidad. Ese es todo su mundo. Se los escucha poco. Hablan bajito y en su idioma. La falta de estimulación y de comida les deja poca energía para jugar.
En las familias del monte los hombres se internan tierra adentro para labrar algunos postes o para cazar corzuelas, conejos, vizcachas e iguanas. Las mujeres se ocupan de buscar frutas silvestres, algarroba, mistol y chañar, entre otros. Y recolectan el chaguar para hacer alguna artesanía. Las que están sobre la costa del río, al menos pueden pescar y están más cerca de la ruta. “También suelen visitar a otras familias porque saben que están preparando comida y esperan para que les conviden una porción. Suelen ser las que cobran beneficios sociales”, señala Ruiz.
Los niños siguen a su mamá todo el día, a buscar leña y agua. Juegan con lo que tienen – palitos, hojas y piedras – o persiguen algún animal. “No todos van a la escuela. Y el que ha empezado a ir a la escuela después de los 10 años, la abandona porque se siente mal al no tener zapatillas, ropa o útiles. Y sale a trabajar”, explica Ruiz, mientras empiezan a bajar todas las sillas y mesas de la camioneta para empezar la atención en Pozo El Toro.
Casi el único destino posible para las mujeres es la maternidad. En la mayoría de las comunidades la cultura indica que con la primera menstruación, las adolescentes de 11, 12 o 13 años ya están preparadas para formar familia, buscar una pareja y tener su primer hijo. Muchas de estas mujeres tienen los partos en su casa y eso hace que sea más difícil que sus hijos tengan el DNI. Desde la provincia están haciendo operativos junto a la ANSES y al Renaper, comunidad por comunidad, para asegurarles el derecho a la identidad.
A principio de enero de 2020, se declaró la emergencia sanitaria en los departamentos Orán, San Martín y Rivadavia, luego de que seis niños fallecieran por desnutrición ese mes. A partir de ese momento el Ministerio de Desarrollo Social de Salta empezó a implementar un programa de acompañamiento familiar en contextos rurales-originarios que hoy se llama UNIR. La ministra asegura que ha sido una buena respuesta a la fragilidad de la población.
“Está llevado a cabo por personas de las comunidades, criollos e indígenas, por eso se llama UNIR. Después de 16 años no hemos tenido que lamentar muertes en enero y febrero de este año que es el momento más frágil. Hay temperaturas de 50 grados, chicos con un estado nutricional de riesgo que con un agua no segura terminan con diarrea, en muy poquitas horas se descompensan y terminan con un shock séptico. Tuvimos una sola muerte en diciembre que no la llegamos a atender”, señala Figueroa Paez.
Fuente: Nacion.