Pobreza, política y pandemia en El Calafate: JAVI EN EL CIELO DE DIAMANTES.(2da. Parte).

Por Angel Serra.-


El pueblo de las dos caras
La imagen acústica resuena en medio del aire diáfano de un mediodía de sábado polar, soleado, escarchado y con varios grados bajo cero. Podría remitir a cualquier barriada bonaerense de fines de los años noventa. Una pick-up destartalada recorre las calles de la ciudad casi a paso de hombre. A través de un añoso megáfono, ofrece con característico sonido de acople: “Compro bronce, aluminio, plomo, baterías viejas, gabinetes de heladeras, calefones viejos, señora…”. De fondo, el manto blanco de la Cordillera despeja cualquier duda: es aquí mismo y está ocurriendo entre nosotros. Las temidas postales del conurbano profundo –esas que muchos pensaron que jamás llegarían- finalmente, alcanzaron El Calafate.
Si a escala local las derivaciones de la pandemia fueron graves en cuanto a la afectación económica provocada sobre el tejido PyME, a nivel de las implicancias sociales habrá que decir que resultaron devastadoras.
Porque Calafate sigue siendo una ciudad con matriz productiva de monocultivo que de buenas a primeras se quedó sin la única pata económica que la sostenía. De la misma manera que en 1920 dependía de la zafra de lana en las estancias, cien años después subsiste sólo a partir de la llegada masiva de visitantes.
Y no hay “plan B”. No porque no sea posible diseñarlo o fomentarlo, sino porque desde la propia dirigencia política a uno y otro lado de la grieta nunca se pensó en promover actividades alternativas. Por supuesto, el responsable tiene nombre y apellido. Hace trece años que el Ejecutivo municipal a cargo de Javier Belloni no impulsa la creación de un solo emprendimiento productivo ni de un solo puesto de trabajo genuino que vaya más allá del turismo.
El Calafate es hoy uno de los pocos municipios del país que se jacta de no tener Secretaría de la Producción, porque –como tantas veces se cansó de repetirlo el Javi- “Si hay algo que tiene claro este gobierno municipal es que nuestra única industria es el turismo”. Y así seguirá siendo, hasta que sea necesario rendirse ante la evidencia de que ninguna economía puede subsistir ni prosperar a partir de la existencia de una única actividad económica.
De hecho, el último intento por forzar alternativas productivas diferentes fue bochornosamente rechazado por los ediles del propio oficialismo en la última sesión del Concejo Deliberante. El proyecto para la creación de la “Oficina Municipal de Empleo” presentado por la concejal por la oposición Ethel Torres (Encuentro Ciudadano) que hubiera permitido el diseño de políticas para la creación de nuevas fuentes laborales terminó durmiendo el sueño de los justos.
Curiosamente, el argumento encontrado por los concejales bellonistas para desestimar la propuesta de una oficina de empleo local no podía ser de cuño más gorila: se trata -dijeron- de una medida que “busca hacer demagogia con el desempleo”, porque dicha oficina implicaría crearle a los vecinos “expectativas que no se van a poder cumplir” (1).
Así, mientras ciudades y pueblos de Santa Cruz como Caleta Olivia, Pico Truncado, Puerto Deseado, Puerto San Julián y hasta la misma capital provincial disponen de ese resorte fundamental de política social, queda claro que para el bellonismo crear trabajo y diversificar la matriz productiva más allá del turismo representa una medida de inaceptable corte populista.
Pero además, la simple admisión de que nada se puede hacer para generar empleo –por empezar, siquiera intentarlo- no es más que la confesión de la propia impotencia frente a la problemática. De la incomprensión primaria de su causal estructural.
La consecuencia de esta obstinación suicida en apostar el destino de una ciudad de 30 mil almas a una sola actividad económica sin prever sus implicancias a futuro fue la gradual conformación de un pueblo dual.
Un pueblo –el de los barrios de “arriba”- sin más acceso a las divisas provenientes de los turistas que un exasperante derrame por goteo. Conformado por un ejército permanente de desocupados, mucamas de hotel, niñeras, mozos, remiseros y empleados de comercio. Un pueblo donde todo es reciente, escaso, precario e inestable. Empezando por el sueldo, siguiendo por el trabajo (que tiene fecha fija de vencimiento al fin de cada temporada) y continuando por el precio de los alquileres y los alimentos.
En este territorio poco instagrameable del conurbano “alto” calafateño, la venta de drogas al menudeo como salida laboral posible, la trata de personas y la violencia intrafamiliar son monedas tan corrientes como los robos contra el pequeño comercio o la arraigada costumbre de calefaccionarse con leña o carbón para no pasar frío en invierno.
Ese pueblo invisible convive claro con el otro, el glamoroso Calafate de “abajo”. El de la postal cinco estrellas que conoció Marley, próximo al Lago y la Avenida del Libertador. Integrado por una pequeña casta de empresarios atados a la pata del intendente que succionan ávidos la parte más suculenta de una renta turística millonaria medida en dólares y euros. Políticos y empresarios que cohabitan la parte luminosa. Que viven sus vidas en lujosas mansiones de frentes parquizados y ostentan sus potentes Dodge RAM sin otra preocupación que la cotización del billete verde o la de averiguar dónde serán las sedes del próximo mundial de fútbol.
Un pueblo, el nuestro, cuya suerte última depende siempre de lo que pase afuera. Que no produce absolutamente nada, más allá de la quijotada de media docena de chacareros y productores independientes que se la juegan solos, contra todo y contra todos, sin esperar asistencia de un Estado municipal que lisa y llanamente los ignora.
Una ciudad que desde hace 20 años vive sujeta a la esperanza de tener una buena temporada, pero cuyas fracturas expuestas desde lo social empiezan a doler y son inocultables.
No obstante, en la medida que el desempleo avance, el bellonismo quedará a merced del monstruo que ayudó a crear. Empecinado en sostener a toda costa la tasa de ganancia de cincuenta empresarios “fuertes” que bancan campañas, todos ligados al turismo y las concesiones monopólicas del Parque Nacional, la gestión ya no cuenta con capacidad para absorber a través del Estado el sobrante de mano de obra que sus mismas políticas provocan y que forman parte de su base electoral.
Sobrellevando a duras penas la coyuntura sanitaria, la administración de Javier Belloni que va por su cuarta gestión ni siquiera fue capaz de anticipar la necesidad de diversificar o repotenciar un motor económico agotado, de añadir ruedas suplementarias a la “rueda maestra” de la industria madre. En suma, no fue capaz de asegurar un mínimo de actividad económica en el caso harto probable de que el turismo fallara. Es la consecuencia lógica de haber colocado todos los huevos en una misma canasta.
Por este motivo apoya y apoyará a ciegas cualquier megaobra salvadora que prometa el alivio del trabajo temporal. No importa que en los hechos esos proyectos arrasen el ambiente o comprometan el futuro de la propia villa y de los atractivos naturales de los que vive. No interesa en absoluto lo que suceda el día o la década después con los pasivos sociales o ambientales que queden: lo mismo da, sea que se trate de las represas sobre el Río Santa Cruz o de pistas de esquí emplazadas sobre talas rasas en medio del bosque virgen en Península de Magallanes.
Ello explica, además, las excelentes relaciones del ejecutivo calafateño y su alianza con las tenebrosas burocracias de los gremios que “manejan gente”, esto es, con aquellos sindicatos cuyos afiliados dependen en buena medida del Estado, de la licitación de obra pública o de la actividad turística. Lo importante es asegurar la tranquilidad social, cortando de cuajo toda posibilidad de piquetes, escraches o quema de cubiertas frente a la Muni. Si lo hace Alicia en Gallegos, también puede hacerse acá.
La línea a bajar es que los “gordos” locales de UOCRA, UTHGRA y ATE manejen sus respectivos kioscos pero que estén muy atentos ante la aparición de grupos de trabajadores organizados o de sindicatos combativos con conducciones alternativas a la burocracia sindical que puedan generar protestas y revolver el avispero.
Sucedió ya en la construcción y está pasando con la sanidad en el Hospital SAMIC. Podría suceder con los trabajadores hoteleros y gastronómicos. Con respecto al SOEM (el sindicato de empleados y obreros municipales) no hay de qué preocuparse: el verdadero secretario general del gremio es el mismísimo Javier Belloni.


La ventana perdida y el síndrome de la rana hervida
Pero ahora, que se sabe que los turistas no van a llegar con suerte sino hasta comienzos de 2022, todo vuelve a ser incertidumbre.
Y miedo. Tras una segunda temporada alta fallida que comenzó en forma muy tardía el 28 de diciembre de 2020 y que transcurrió sin haber empezado nunca, otra vez quedamos a la intemperie aunque esta vez con la certeza de lo vulnerable de nuestra situación de cara al invierno que dio inicio. El fantasma de una crisis social sin precedentes empieza a materializarse sobre miles de vecinos.
La multiplicidad de efectos cruzados derivados de la falta de una expectativa laboral cierta, el frío extremo que con certeza golpea ya los hogares más vulnerables y la carencia de ingresos al menos hasta noviembre empiezan a tornarse visibles a medida que los días se acortan y transcurren los meses duros y blancos de julio y agosto.
Laura “Laly” Sáenz es una de las referentes de “Red Solidaria” en El Calafate, una de las tres organizaciones no gubernamentales que junto con “Calafate Solidario” y “La Olla Calafate” focalizan la ayuda a los sectores que peor la están pasando.
Consultada acerca de cuál es su visión de la situación social de la localidad responde desde su experiencia: “Está muy complicada”, reconoce. “Nosotros lo que vemos son muchas personas, muchas familias que han quedado sin trabajo a raíz de la situación de pandemia, que por ahí trabajaban de alguna manera en relación con el turismo, pero no directamente con el turismo. Son personas que trabajaban para gente que se desempeña en turismo ya sea en sus hogares, ayudándolos con las tareas del hogar o haciendo “changuitas” de arreglos o refacciones en cuestiones hogareñas como electricidad, gas… ese tipo de oficios que hacen que esas personas hayan quedado en este momento completamente desamparadas, sin ningún tipo de ingresos”.
Laura agrega que esas familias “solamente cuentan con las asignaciones por hijo o alguna de las ayudas sociales que han habido en el último tiempo, pero bien sabemos todos que una ayuda de 10 mil o 15 mil pesos al mes para una familia que tiene tres o cuatro hijos no alcanza para nada, menos para ir a comprar alimentos al supermercado. Es una realidad que lamentablemente nos golpea fuerte”.
Sólo en el último año, Red Solidaria debió atender más de 75 casos de hogares con necesidades básicas insatisfechas en El Calafate. Dentro de esos grupos, la organización debió asistir en forma prioritaria a 109 niños proveyéndoles de ropa, alimentos y útiles escolares.
Por eso, hoy se cuentan por centenares las familias calafateñas que viven de changas, del comercio informal a través de la venta de productos en redes sociales como Facebook o WhatsApp o del trueque de mercaderías.
“La mayoría –cuenta- se lanzan a vender algo elaborado por ellos mismos; puede ser comida o algún plato en especial los fines de semana para recaudar un poco de dinero. A veces intercambian esa comida por los mismos insumos que necesitan. También existe mucho trueque del tipo “te doy diez kilos de harina y vos me das tanto de carne”. Hay un montón de trueque de ese estilo. Y es la única manera. Son familias que se las rebuscan haciendo algún tipo de emprendimiento “mini” que les lleve aunque sea algo de dinero para subsistir el día a día”.
Laura apunta que la falta de trabajo se nota en el aumento de la venta ambulante, que antes casi no se veía en nuestra localidad y que en la actualidad forma parte de un nuevo paisaje urbano. “Hoy, si andás caminando por algunos barrios de la zona alta de Calafate, te vas a encontrar gente vendiendo pan, alfajores, sanguchitos. Se ofrecen en lo que han aprendido a hacer y se las rebuscan con eso o alguna otra cosa en la casa como por ejemplo algo de estética, teñidos, cortes de pelo… Pero todo pasa por algún oficio, fijate que todo viene por ese lado”.
Se trata del último madero al que aferrarse para permanecer a flote antes de hundirse en la miseria o retornar al lugar de origen. Pero esto no es en absoluto atribuible a la pandemia, sino a un modelo productivo basado en la premisa falsa de la “industria única” que el bellonismo se encargó de construir y llevar al paroxismo desde que en 2007 asumió al frente del ejecutivo comunal.
El incremento palpable de los delitos contra la propiedad, algo tan novedoso como los ventanales con rejas en un pueblo que hasta hace pocos años se jactaba de vivir sin la paranoia de las grandes urbes del “norte”; la multiplicación de casos de violencia intrafamiliar y de género; el avance de problemáticas asociadas a patologías como la depresión; el incremento del consumo de drogas y alcohol, y –en última instancia- el suicidio cada vez más frecuente de personas jóvenes y adultas sin perspectivas de futuro siempre atribuible a razones “personales” que encubren las verdaderas causales de fondo, son los furgones de cola que arrastra tras de sí la sórdida locomotora del desempleo crónico que nuestra ciudad padece desde hace al menos una década.
Claro que advertencias hubo. De hecho, en fecha tan temprana como agosto de 2013 frente a la iniciativa de capitales andorranos de emplazar un centro de esquí en el Parque Provincial Península de Magallanes, una reserva natural situada 50 kilómetros al oeste de la villa turística a las puertas del Glaciar Perito Moreno, el colectivo denominado “Vecinos Autoconvocados de El Calafate” suscribía un documento titulado “En defensa del bosque nativo, el patrimonio público y el trabajo genuino” (2).
Ya por entonces, se afirmaba abiertamente que “la crisis laboral que afecta a nuestra comunidad evidenciada por la falta de empleos permanentes capaces de cubrir las necesidades de la población excede con mucho el marco de la mera estacionalidad invernal”.
El documento puntualizaba que la falta de trabajo no era privativa del sector de la hospitalidad en particular, sino que involucraba a una vasta franja de la población en edad activa “que viene siendo sometida en los últimos años a gravosas condiciones de precariedad laboral durante la temporada alta y a condiciones de desempleo encubierto o subocupación, durante la temporada baja”.
Explicaban los “Vecinos Autoconvocados” que el crecimiento de la población activa de El Calafate en el término de una década (2000-2010) había sido muy superior a la creación de puestos de trabajo originados por la actividad turística, lo que determinó que la tasa de desocupación aumentara -ya por entonces- a niveles alarmantes.
La conclusión a la que arribaban era que la crisis no podía ser explicada mediante el argumento reduccionista de la “estacionalidad de la temporada”, sino que devenía del precoz agotamiento de una matriz productiva que había sido desbordada por la intensa presión demográfica de los pasados diez años.
Una matriz que, focalizada en un solo sector de la economía (el terciario) y monopolizada por la actividad turística y el empleo público, “no puede ni podrá contener las demandas laborales de una población de más de 20.000 habitantes que continúa en franco crecimiento”.
Finalmente, el documento aseguraba que el emplazamiento de una estación de esquí en medio del prístino bosque de Península de Magallanes no resolvería la problemática del desempleo ni daría respuesta a la debilidad estructural que presentaba la matriz productiva calafateña. Por el contrario, señalaba que de no tomarse medidas de fondo, “la problemática persistirá y continuará agravándose año tras año con el subsecuente deterioro del tejido social y de la calidad de vida para los habitantes de nuestra comunidad”.
¿Y qué debiera haberse hecho? Los propios vecinos lo explicaban: Disponer las medidas de fondo para planificar un crecimiento armónico teniendo en cuenta un horizonte de 20 a 30 años y una población estable de 40.000 a 50.000 habitantes, diversificando en forma urgente la matriz monoproductiva turística que claramente estaba llegando al final de su ciclo expansivo.
Entre las acciones más urgentes que debían llevarse a cabo, se sugería la creación de una “Secretaría de la Producción”, cuyo propósito principal sería planificar, fomentar y desarrollar nuevas actividades económicas capaces de suplementar las actividades terciarias predominantes.
También se proponía recuperar las actividades del sector primario, puesto que, al ser mano de obra-intensivas, podrían generar centenares de puestos de trabajo efectivos a lo largo de todo el año.
“Nuestra ciudad está en condiciones de volver a ser (cómo lo fue en un principio gracias al tesón de los pioneros) el vergel poblado de chacras y huertas de la comarca de Lago Argentino. Pero no ya en la forma de economías familiares o de mera subsistencia, sino como verdaderos emprendimientos agroindustriales, muchos de ellos de plataforma exportadora, integrados por pequeños productores y agrocooperativas. Con el 45% de la producción nacional de cereza en su haber, y un microclima similar al nuestro, la localidad de Los Antiguos, al norte de la provincia, debiera ser el modelo a seguir”.
Para ello sería necesario impulsar desde el estado Municipal programas para la conformación de cooperativas de productores en silvicultura (forestaciones industriales); carnes exóticas para mercados de exportación y gastronómicos (choike; liebre; guanaco; cordero patagónico; truchas y salmónidos); frutas finas, exóticas y autóctonas (frutillas; grosellas; cerezas; frambuesas; arándanos; calafate); quesos de oveja y otros productos derivados de su leche; producción de textiles e hilados de fibras naturales de lana de oveja y guanaco.
“Las alternativas son múltiples –afirmaba el documento- y sus productos todos con la denominación de origen “Patagonia” muy valorados en mercados extranjeros de alto poder adquisitivo. A su vez, estos desarrollos podrían dar lugar a emprendimientos familiares de agroturismo y turismo gastronómico dentro de la localidad”.
En paralelo a la creación de un “Corredor Natural” hacia el oeste que debería ser preservado en estado de intangibilidad como recurso geoeconómico estratégico para las próximas generaciones, proponían la erección de un “Corredor Productivo” a partir de políticas de promoción industrial cuyo propósito sería el de absorber durante las próximas décadas toda o gran parte de la demanda laboral que tendrá nuestra comarca de acuerdo a su continuo crecimiento demográfico.
De este modo, el Parque Industrial Lago Argentino (P.I.L.A.), ubicado 50 ó 60 kilómetros al este de nuestra localidad, daría respuesta concreta con empleos estables y de calidad a la problemática estructural de desempleo y subempleo que presenta hoy nuestra villa turística e impulsaría su crecimiento y desarrollo futuro, complementándose a la perfección con el “Corredor Natural”, de carácter netamente turístico, situado hacia el oeste.
Desde entonces (2013) hasta hoy, pasaron 8 años. Tenemos diez mil habitantes más. Nada de lo que debiera haberse hecho se hizo. El programa para diversificar la economía calafateña jamás fue aplicado. La ventana de oportunidad abierta entre 2005 y 2015 junto con una coyuntura económica y política que difícilmente vuelva a repetirse, se cerró para siempre.
Porque lo cierto es que desde hace rato la “industria de la hospitalidad” alcanzó su techo y no genera empleos nuevos. Cómo el número de turistas se mantiene estable desde hace años en torno de los 450/500 mil visitantes anuales, el mercado no necesita de nuevos operadores, agencias, hoteles, ni restaurantes para atender la demanda. De hecho, tiene demasiados y la oferta sobra.
El problema es que mientras la renta turística total permanece prácticamente invariable o incluso decrece, el número de familias por aumento vegetativo de la población aumenta y la riqueza a repartir por cabeza es cada vez menor. En resumen: la torta sigue siendo del mismo tamaño, pero las bocas que alimentar son muchas y serán cada vez más.
Para colmo de males, además de absorber escasa mano de obra, el mercado laboral calafateño requiere de competencias especializadas en turismo y sólo toma profesionales con certificaciones avanzadas en estudios terciarios, universitarios o idiomas, cuando el grueso de la población residente apenas si cuenta con estudios secundarios finalizados.
En eso, el Estado tampoco ayuda demasiado: hace tiempo el Municipio cerró su cupo en 600 empleados y el ingreso de nuevo personal a las represas es un arcano misterioso y lucrativo que por alguna razón solo digitan los burócratas de la UOCRA.
Y no olvidemos que todo esto sucede con las represas sobre el Río Santa Cruz en plena ejecución. Porque cuando las obras de las hidroeléctricas finalicen, antes de 2025, quedará a la intemperie un nuevo tendal de 800 a 1.200 desocupados en la rama de la construcción que nuestra ciudad no tendrá forma de ubicar.
Pero se sabe: para la dirigencia local, ningún horizonte de tiempo va más allá de las próximas elecciones. Como en la metáfora de la rana hervida, ninguno será capaz de advertir la amenaza ni de reaccionar a tiempo hasta el momento en que el agua empiece a bullir. Para cuando eso pase es probable que sea demasiado tarde.


Calafate: Capital Nacional del Delivery
Jubilados que buscan o retiran cartón de los supermercados para revender a cinco pesos el kilo. Jóvenes que recorren puerta a puerta los barrios altos ofreciendo pan o tortillas de harina y grasa.
La falta de opciones laborales en una comunidad que sólo genera riqueza en la medida que brota de los bolsillos de los visitantes que recibe, hace que cantidad de calafateños que quedan por fuera del circuito turístico se las deban arreglar como puedan aún desde mucho antes de la llegada del Covid-19. Lo hacen a través de la pseudo “economía emprendedora” de Internet, vendiendo cualquier cosa de salida rápida que permita comer o saldar alguna cuenta.
Por eso, la situación social se deterioró en forma alarmante y se encuentra próxima al punto de no retorno. De algunos pocos años a esta parte, El Calafate se convirtió en el paraíso patagónico del delivery casero como respuesta última a la falta de trabajo formal.
Quien se quiera asomar a esa realidad agobiante que enmascara el verdadero rostro del desempleo y la pobreza solo tiene que ingresar a los perfiles de clasificados de la localidad para comprobar como se cuentan de a docenas los vecinos y vecinas que viven de la venta de tortas, churros, pastafrolas, medialunas, empanadas, pan, pizzas o milanesas como mera forma de subsistir para ni siquiera llegar a fin de mes.
La crisis ocupacional preexistente en nuestra ciudad que el coronavirus desnudó, profundizó y llevó a su punto terminal, hizo también que muchos clubes e instituciones deportivas de los barrios altos dejaran de lado su función social o deportiva para reconvertirse en improvisadas “ferias americanas” o “mini saladitas”.
Allí, el drama de la economía no registrada bajo la forma de un cuentapropista desesperante apenas queda disimulado por la cantidad de jefas de hogar obligadas por las circunstancias a vender productos variopintos que van desde artesanías a ropa usada. Son las “feriantes”: mujeres y madres de familia que a pulmón arman sus puestos en cualquier lugar donde se les permita trabajar, para acudir con un mantel y una mesa donde exhibir la mercadería que llevan para la venta.
En cambio, para aquellos que después de un año tocaron fondo y no tienen resto siquiera para pagar el alquiler -y no es un dato menor que al menos un 40% de los calafateños alquila la propiedad en la que vive (3)-, la única alternativa pasa por hacer los bolsos, irse del pueblo y volver con el sueño roto a la ciudad o provincia de origen.
El número de familias que se van de la localidad porque ya no pueden sostenerse es cada vez más numeroso y no para de crecer. Al punto de la implosión, empujadas por la necesidad y la carencia de trabajo, los perfiles de compra-venta de Facebook abundan en posteos con el encabezado “vendo todo por mudanza” con el único propósito de costear el pasaje y hacerse con algo de efectivo.
Quien así lo corrobora es Laura Sáenz de Red Solidaria: “Sabemos que hay familias que están con muchos meses de deuda. En algunos casos se pactan arreglos, por ejemplo el padre o el hombre de la casa si sabe hacer alguna cosa ya sea de electricidad o albañilería muchas veces cambia por trabajo los meses adeudados de alquiler… Pero sí, muchísima gente se ha ido de la localidad y mucha gente se va a seguir yendo durante el transcurso de este invierno seguramente. Hablamos de grupos familiares completos”.
Después de aguantar año y medio sin percibir ingresos, desechada toda posibilidad de conseguir un empleo de año redondo y sin perspectivas de reactivación económica a la vista, la situación no da para mucho más que la salida rápida.
Al fin y al cabo, por más empeño o voluntad que se ponga, la resiliencia de las personas también tiene un límite.