JAVI EN EL CIELO DE DIAMANTES
(1ra. Parte)
Por Angel Serra.-
Los gringos tienen una palabra singular para explicar aquello que por definición es inconcebible. Aquello que es imposible o prácticamente imposible pensar que suceda. La palabra es “unthinkable”: lo que ni siquiera es factible de imaginar. Acá mismo entre nosotros, justamente eso, lo impensable, lo que nadie imaginó jamás que podría llegar a pasar, finalmente ocurrió y está ocurriendo.
Porque nunca, aún sabiendo que nuestra vulnerable economía depende enteramente de factores que no controlamos, ningún dirigente calafateño del oficialismo o de la oposición se hizo siquiera en chiste la pregunta “¿y qué pasaría si de un día para otro nos quedáramos sin turistas?”. O mejor todavía: “¿Qué sucedería con todos nosotros si abruptamente el turismo se cortara durante varios meses o inclusive por el lapso de un par de años consecutivos?”. ¿Mucho Netflix? No, nada de eso.
El último que apague la luz
El sueño de la temporada memorable que a comienzos de 2020 había empezado con marcas históricas en cantidad de visitantes y ocupación hotelera, quedó trunco a poco de haber empezado marzo. 83 mil turistas habían ingresado al Parque Nacional Los Glaciares solamente en febrero de 2020, un 21% más que en 2019. La ocupación hotelera de ese mes fue de 87% contra el 75% del año anterior. De golpe, el sueño se desvaneció.
La pandemia de coronavirus hizo que la temporada alta finalizara abruptamente y sin aviso previo un mes y medio antes de lo previsto. Así, el pueblo ni siquiera pudo aprovechar el goteo de divisas que prometía el feriado largo de Semana Santa, una vez que la Administración de Parques Nacionales (APN) dispuso el cierre preventivo del parque –y con este el de su principal atractivo, el Glaciar Perito Moreno- el 14 de marzo.
Apenas tres días después, el intendente dio aviso por las redes sociales del primer caso positivo de Covid-19 en la provincia. Se trataba de un caso importado por un contingente de jubilados franceses que se encontraban de visita en la villa turística. Luego del estupor inicial, todo el pueblo entró en cuarentena y el portal de ingreso a la ciudad quedó cerrado; lo mismo que el Aeropuerto Internacional que inició de inmediato un protocolo de evacuación de turistas. A poco más de un año del primer shock pandémico, El Calafate transita su segundo invierno de la era post covid.
Desde entonces, las consecuencias económicas para una ciudad que perdió el giro comercial de su actividad principal fueron graves. Con algunas empresas -las que cuentan con mayor espalda financiera- que pudieron sostener los quebrantos derivados de la falta de visitantes. Pero con otras más pequeñas que quedaron al borde de la asfixia, imposibilitadas de seguir soportando el peso de los costos fijos. Y eso, al punto que debieron cerrar sus puertas o se encuentran próximas a hacerlo.
En octubre del año pasado, Rodrigo Kreser dueño de la agencia de turismo “Patagonia Dreams” le contaba al matutino TiempoSur su experiencia sobre lo que implica atravesar un desierto de siete meses de inactividad continua como empresario.
En el reportaje, Kreser razonaba que había aguantado abierto hasta septiembre de 2020 pero que “una empresa no puede estar más de seis meses sin trabajar”. La falta de clientes lo obligó a cerrar dos de sus locales de atención al público y a tener que reducir hasta nueve empleados de una planta de personal que en épocas de prepandemia funcionaba casi con el triple de gente. También estimaba factible la posibilidad de tener que salir a vender algún ómnibus de su flota para poder subsistir hasta la normalización de la demanda si la situación no variaba (1).
Menos contemplativo con la realidad, Pablo Strafaccio, referente del radicalismo calafateño, declaraba en la misma crónica que El Calafate se encontraba “al borde del abismo”.
Lo cierto, es que la situación de octubre de 2020 a hoy no ha variado en demasía. En lo que suele ser el punto más caliente de la temporada alta calafateña, la ocupación hotelera durante la primera quincena de enero de 2021 con mucha suerte arañó el 20% según estimaciones del propio Municipio.
No por nada el mismísimo secretario de Turismo, Oscar Souto, cometió el sincericidio de vaticinar públicamente que la temporada 2021 sería un “fiasco” y que la situación para la actividad local era “calamitosa”, palabras que –como era de esperar- no fueron recogidas por ninguna de las usinas de prensa que a nivel local responden al intendente calafateño.
“El objetivo de esta temporada (Souto se refería a la temporada 2020-2021) era llegar a abril con las empresas en pie y a este ritmo, muchas van a quedar en el camino”, presagiaba sombrío en enero de este año (2). Concluida la temporada que no fue y en medio de los primeros fríos que preanuncian la llegada del invierno y las primeras nevadas, el vaticinio del funcionario parece haberse cumplido a pie juntillas: las PyMES calafateñas llegaron a abril de rodillas o exhaustas. Y algunas, ni eso. Souto presentó su renuncia el 5 de ese mismo mes. Con razón, un operador de excursiones local expresaba con preocupación en el mismo artículo: “El miedo es que nos convirtamos en un pueblo fantasma”.
A esta altura de los hechos queda claro que poco o nada de lo que en adelante ocurra o deje de ocurrir dependerá de nosotros. Aún asumiendo la posibilidad de que la vacunación se masifique en los mercados turísticos emisivos, las fronteras se abran, se normalicen las frecuencias aéreas internacionales y de cabotaje, de que la totalidad de las actividades se habiliten, y de que no aparezcan nuevas cepas o mutaciones del virus, no hay garantías de que los turistas vayan a arribar en los volúmenes y niveles que la villa turística manejaba previo a la pandemia.
El número mágico gira en torno de los 450 mil arribos al año. Y estamos demasiado lejos de esa cantidad. Las cifras más recientes publicadas por el concesionario London Supply que administra el Aeropuerto Internacional “Armando Tola” de verdad perturban: tomando números totales de diciembre a marzo, la temporada 2020-2021 cerró con un 65% menos de vuelos que la 2019-2020 (3).
El día que paralizaron la Tierra
Ahorrándose los eufemismos, la Organización Mundial del Turismo (OMT) calificó el 2020 como “el peor año de la historia del turismo” desde que este existe tal y como lo conocemos. Así nomás. Cuenta ese organismo dependiente de Naciones Unidas que de un año para otro la cantidad de arribos internacionales se redujo en mil millones de viajeros y el desplome de la demanda turística a nivel global fue del orden del 74% con respecto a 2019.
La catástrofe sanitaria provocada por el virus SARS-CoV2 hizo que el sector se contrajera al tamaño que tenía en 1990. En el transcurso de doce meses, todas las estadísticas de la actividad se desplomaron y retrocedieron tres décadas en el tiempo. Los turistas internacionales pasaron de 1.500 millones en 2019 a menos de 500 millones durante el año que pasó, en parte a consecuencia de las restricciones que los estados impusieron a los viajes al exterior y en parte por el miedo de los propios turistas a los contagios.
Toda la “industria” incluyendo operadores transnacionales de la talla de Amadeus, Airbnb o cadenas hoteleras como Hilton o Marriott, continúa en terapia intensiva o -en el mejor de los casos- en estado de hibernación y funciona precariamente, en modo emergencia, a poco más del 25% de su capacidad instalada esperando el milagro de una pronta reactivación que nadie, por el momento, se anima a pronosticar cuando llegará.
Peligran -aseguraba el Barómetro del Turismo Mundial de la OMT- entre 100 y 120 millones de puestos de trabajo directos, “muchos de ellos en pequeñas y medianas empresas”. Puestos que, probablemente, a esta altura ya se hayan perdido. Las pérdidas económicas son incalculables, pero las estimaciones más serias hablan de 1,3 billones de dólares en ingresos por exportaciones, un número tan fuera de escala que hacen falta trece dígitos para poder escribirlo.
Al menos por ahora, y de acuerdo a lo que predicen los expertos de Naciones Unidas y la OMT, nadie llega a ver la luz brillante al final del túnel sino hasta después de 2023. Las noticias son poco alentadoras y tras un año interminable en el que pasamos por aislamientos y distanciamientos sociales sucesivos, luego del alivio que supuso la llegada de la vacuna, el 27 de marzo pasado el Gobierno anunció el cierre de fronteras al turismo proveniente de Chile, Brasil, Reino Unido y México. Lo hizo en prevención del ingreso de la temida “segunda ola” de covid-19 a nuestro país y de las nuevas cepas del virus que, como era de preverse, ya están entre nosotros.
De manera que el inquietante escenario de lo impensado, ese por el que resultaba descabellado suponer que las ruedas maestras del turismo internacional y doméstico se detendrían en forma simultánea y por idéntico motivo, hace exactamente un año se volvió realidad en este, nuestro pequeño lugar en el mundo.
Échale la culpa al virus
La emergencia de la crisis social derivada del agotamiento de la matriz productiva calafateña sustentada en la explotación de una sola actividad económica es real y viene de larga data, sólo que el covid-19 la puso en evidencia de la manera más descarnada. La “salud” económica de amplios sectores de nuestra comunidad antes de la pandemia era tan delicada que bastó un soplo del virus para mandarla sin escalas a terapia intensiva.
De allí que, a poco de su llegada como funcionario del área, el titular de Desarrollo Social del Municipio, Julio Tecker, tenía que salir a reconocer que el teléfono de Atención al Vecino estaba “explotando” (4) por los pedidos de asistencia alimentaria a partir del parate económico que impuso la cuarentena y la falta de turistas.
A mediados de abril de 2020, Tecker precisaba que su secretaría había pasado de atender en dos meses de 50 a más de 1.000 familias que se quedaron sin ingresos y a las que hubo que asistir con bolsones de comida y productos no perecederos. El mismo funcionario municipal informaba, además, que a menos de un mes de iniciada la pandemia en El Calafate se habían repartido 1.500 bolsones de comida a grupos familiares con necesidades alimentarias apremiantes.
La afirmación de Tecker de que la asistencia previa a la pandemia se reducía a 45 o 50 familias desde ya era enteramente falsa: en 2013, el propio Municipio informaba que atendía regularmente las necesidades de 1.200 familias con provisión de alimentos secos. Y de 500 con bolsones especiales de alimentos perecederos. Los beneficiarios de la Tarjeta Social que la misma Secretaría de Desarrollo Social entregaba para la compra de productos de la canasta básica a hogares con necesidades insatisfechas alcanzaron los 555 beneficiarios sólo aquel año.
No obstante, y a falta de información veraz de parte del Ejecutivo municipal, se conoce que al menos entre un 15 a 20% de las familias calafateñas, esto es, de 4.500 a 6.000 vecinos podrían estar atravesando en la actualidad situaciones de vulnerabilidad social extrema.
El número no sólo no es en absoluto excesivo sino que, por el contrario, peca de conservador si se toma en cuenta que la última medición efectuada por el Indec para Río Gallegos durante el segundo semestre de 2020 arrojó por resultado que un tercio de los habitantes de la capital provincial (33,2%) viven por debajo de la línea de pobreza. Y que en el censo nacional 2010, el Departamento Lago Argentino cuya ciudad cabecera es precisamente nuestra villa turística fue el de mayor porcentual de hogares con NBI (necesidades básicas insatisfechas) de toda la provincia de Santa Cruz: 11%. De cualquier forma, los números que el Municipio maneja desde hace tiempo sobre desocupación y subocupación permanecen guardados bajo siete llaves y es posible que jamás se hagan públicos.
El IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) de $ 10 mil abonado entre abril y septiembre de 2020 y la AUH (Asignación Universal por Hijo) de ANSES contuvieron en parte la situación más crítica desatada durante la primera oleada de la pandemia en el invierno de 2020, pero esos subsidios nacionales tuvieron más de bálsamo que de remedio y no revirtieron el desolador panorama de la falta de ingresos fijos por el que transitan miles de familias calafateñas. Y desde ya, tampoco resolvieron la problemática acuciante del aumento de los alquileres, de los alimentos y del empleo precarizado, que en nuestra ciudad son parte de una realidad silenciada y naturalizada desde el poder bellonista desde hace años.
De hecho, una franja de 1.200 trabajadores con contratos temporarios pertenecientes al rubro turístico, en particular hoteleros y gastronómicos, se quedaron sin recibir un centavo del IFE por tener “reserva de puesto” para la temporada 2021, una temporada que –como ya se vio- requirió de la contratación de poco personal ante la escasa demanda de visitantes.
Frente a la falta de respuestas de parte del Gobierno nacional para resolver la situación de esos empleados relacionados con la actividad “madre” y previendo que el malestar social de miles de desocupados calafateños podría escalar a niveles peligrosos justo antes de fin de año, Belloni optó por desembolsar de urgencia cien millones de pesos del erario municipal que en principio iban a ser destinados a la Fiesta Nacional del Lago. Así, en octubre de 2020 creó el IFEM (“Ingreso Familiar de Emergencia Municipal”) a través del cual un millar y medio de trabajadores de temporada (registrados) sin acceso a programas sociales de asistencia nacional o provincial pudieron acceder al cobro de una magra ayuda de $ 18.900 pesos -por única vez- justo antes de la Navidad.
También a fin de 2020 y con plata de la Fiesta, Belloni se las arregló para atender los pedidos de los guías, choferes y artesanos abonando en noviembre y diciembre un subsidio a cambio de una “contraprestación de servicios” que en el caso de los choferes de turismo fue el barrido y limpieza de calles; en el de los artesanos, el arreglo de espacios públicos; y, en el de los guías, la realización de una encuesta sobre residuos y mascotas. Más de 70 guías de turismo se inscribieron de inmediato.
Al cabo de la segunda temporada perdida, la necesidad por trabajar era tanta y se volvió tan apremiante que en marzo de este año una institución educativa de nuestra localidad abrió un registro gratuito de personas con referencias laborales que estuvieran circunstancialmente desempleadas. Una bolsa de trabajo a la que cualquier vecino pudiese acceder para contratar a alguien sin empleo y de ese modo ofrecer el alivio de la changa salvadora.
El resultado fue el esperable: en menos de diez días se anotaron 247 personas sin ingresos fijos. De ellos, un tercio declaró tener experiencia en hotelería y gastronomía. Todos estaban desocupados.
Patitos de hule en medio del naufragio
Así como durante el hundimiento del Titanic los botes salvavidas sólo pudieron salvar a aquellos que habían pagado boletos de primera clase, en El Calafate las medidas lanzadas para atenuar las consecuencias de la crisis social derivada de la falta de actividad económica sólo cubren a aquellos trabajadores con empleos formales relacionados en forma directa con el turismo.
El resto de los desocupados y subocupados, e inclusive el resto de aquellos trabajadores formales cuyas ocupaciones no tienen que ver con la “principal industria” de la villa siguen a la deriva desde hace un año y cuatro meses. Esperan aferrarse a la tabla salvadora del trabajo que pueda surgir de una temporada 2021-2022 que todavía se presenta como una incógnita. Los que no se vayan de la localidad y sobrevivan la larga noche invernal sin ayuda del Estado provincial o municipal pasarán a engrosar en el futuro los núcleos de pobreza dura que ya son visibles con sólo caminar y saber mirar las calles del pueblo real.
Pero aún así, hay que reconocer que las ayudas destinadas a los sectores “privilegiados” con empleos registrados dentro de la actividad tienen bien poco de salvavidas. Más bien se parecen a una lluvia de patitos de hule cayendo desde un avión en medio del naufragio.
Pongamos esto en números. Culminado el pasado mes de mayo y dando por hecho la llegada de un segundo invierno sin actividad turística, Belloni abrió el paraguas y anunció con gran despliegue mediático el otorgamiento de un beneficio extraordinario a trabajadores del sector para los meses de julio y agosto.
Con una inversión total de $ 10 millones, la cobertura no pudo ser más limitada. El beneficio sólo alcanzó en forma directa a 200 trabajadores –guías, choferes y artesanos- que nuevamente y al igual que como sucedió en noviembre y diciembre de 2020 recibirán de forma excepcional una ayuda mensual equivalente a un sueldo mínimo vital y móvil de poco más de 25 mil pesos a cambio de una contraprestación de cuatro horas diarias de “trabajo” que el propio Ejecutivo comunal se encargó de direccionar en forma discrecional.
Por cierto, se trata de un presupuesto exiguo tratándose de un Municipio al que le sobran recursos sin que nadie pueda establecer exactamente cómo ni de dónde salen. Una ayuda tan limitada, austera y desfasada del costo de vida real, que recientemente -en junio de 2021- fue el propio INDEC quien precisó que la canasta básica alimentaria para medir la línea de pobreza de una familia tipo (cuatro integrantes) se ubicaba en torno de los $ 70 mil pesos para el Gran Buenos Aires y -con toda seguridad- muy por encima de los $ 80 mil para las ciudades de las provincias patagónicas.
En tal sentido, las definiciones del propio Belloni son despojadamente explícitas. “El municipio va a invertir más de 10 millones de pesos en los trabajadores del turismo. Esta medida tiene que ver con la mirada que tenemos del Estado.”
Exacto. Esa, y no otra, es la mirada que el bellonismo tiene acerca de la función social del Estado. Que en El Calafate, empieza y termina por garantizar las condiciones de mercado para que el turismo exista como motor productivo único y excluyente dentro de la esfera privada en desmedro de cualquier otra actividad productiva que surja en forma paralela. Dentro de esta concepción miope, tanto los desocupados como los trabajadores formales o informales que viven del empleo indirecto o inducido derivado de la actividad “madre” no merecen mayor atención.
Para ellos no habrá IFEM, salvavidas, ni patitos de hule.
Dios los guarde.